El avión hace un giro abrupto para descender hacia la pista, y el ala parece rozar uno de los cerros desnudos que aprisionan la ciudad. Después el giro termina en picada, como lo haría un piloto de combate, y ya en tierra frena el aparato a fondo, porque la pista es demasiado corta. Estamos en Tegucigalpa, adonde llegué por primera vez hace más de cincuenta años, sólo que entonces los viejos aviones de hélice eran más tranquilizadores, y adonde regreso una vez más, ahora para presentar mi novela Sara.
Era una ciudad entonces provinciana y algo bucólica, que hoy cuesta reconocer entre autopistas y pasos a desnivel, gigantescos centros comerciales y edificios de veinte pisos, una modernidad dudosa, como el resto de las capitales centroamericanas. Y debajo de esa modernidad se tejen las tupidas redes de la violencia, sobre todo asesinatos que llenan planas enteras de los periódicos cada mañana, muchos de ellos cometidos por manos de sicarios, una especie que se ha vuelto común aquí, y en El Salvador y Guatemala.
Ese es el tema que ocupa muchas de las conversaciones con amigos de todas las edades en estos dos días intensos en Tegucigalpa, sobre todo el asesinato de periodistas. Desde el año 2003, unas 55 personas vinculadas a medios de comunicación han muerto víctimas de ataques en la calle, en las puertas de sus casas o dentro de ellas, ultimados en presencia de sus familiares, o en sus centros de trabajo, o aparecen muertos en lugares desolados.
La inmensa mayoría de ellos ha caído bajas las balas y algunos han sido acuchillados o estrangulados. Los autores materiales son siempre asesinos a sueldo que a veces resultan identificados, pero, en toda esa larga lista, sólo en tres casos han sido condenados por los tribunales; y peor, quienes les pagan permanecen siempre en el anonimato, y en la impunidad.
Las víctimas provienen en muchos casos de medios de provincia, o de comunidades alejadas y aisladas, periodistas de pequeñas estaciones de radio y televisión por cable, algunas de carácter comunitario. Dada la geografía montañosa del país, la radio ha sido desde décadas el medio de comunicación privilegiado en Honduras, y ahora la televisión.
La lista de los últimos asesinatos este año nos puede ilustrar mejor:
Carlos Fernández, que dirigía el programa La verdad desnuda por Caribe TV, Canal 27 de Roatán, en islas de la Bahía, el paraíso turístico del país en la costa norte, fue tiroteado al entrar a su casa una noche de lluvia de febrero de este año. El sicario le disparó tres balazos, uno en la cabeza y dos en el tórax. Las investigaciones siguen estancadas.
Franklin Dubón, de 27 años, daba las noticias en radio Sulaco, en el departamento de Yoro, al norte del territorio. Salió a una fiesta en mayo a la comunidad de Aguas Blancas y ya no volvió a su casa; unos desconocidos lo interceptaron en el camino de regreso y al día siguiente fue encontrado en una quebrada a orillas del río Sula, asesinado a cuchilladas. Anoten que Franklin era ciego, y componía canciones sentimentales. La policía dijo que podía tratarse de un robo, pero el occiso había sido amenazado repetidas veces según su madre. Fue enterrado de caridad.
En junio, Juan Carlos Cruz Andara, periodista del canal Teleport de Puerto Cortés, costa norte, fue asesinado a cuchillo en su propia casa. Meses antes había denunciado a la policía que recibía amenazas de muerte. Además era conocido como activista del movimiento de la diversidad sexual LGBTI.
Ese mismo mes, Jacobo Montoya Ramírez, periodista de radio y televisión de Copán Ruinas, donde se halla el sitio arqueológico maya más importante de Honduras, fue muerto dentro de su propia casa por pistoleros que le dispararon primero desde la puerta y entraron luego en su persecución, rematándolo en presencia de su madre.
El 3 de julio, Joel Aquiles Torres, propietario del Canal 67 en Taulabé, Comayagua, en el centro del país, fue atacado a tiros desde una motocicleta cuando iba al volante de su vehículo, el que recibió 30 impactos; según los reportes de prensa, "se conoce poco sobre los avances de la investigación policíaca".
¿Por qué los periodistas? ¿Y por qué la impunidad?
La red subterránea que alienta los asesinatos en Honduras, y que coloca al país en los primeros lugares de la violencia en el mundo, está alimentada por el crimen organizado, los carteles que controlan el tráfico de drogas, las pandillas de los Maras, de entre cuyas filas salen no pocos de los sicarios. Y la debilidad institucional. El poder de penetración que el delito tiene en la policía, y en el sistema judicial, es uno de los factores que conduce a la impunidad, y para llegar hasta los culpables hay que atravesar obstáculos que se muestran insalvables, entre la interminable burocracia, las complicidades políticas, y la inercia. Y hasta ahora no es posible dilucidar cuando se trata de un delito común, y cuándo se mata para reprimir la libertad de expresión.
El Congreso Nacional aprobó en abril de este año una "Ley de Protección de Defensores de Derechos Humanos, Periodistas, Comunicadores Sociales y Operadores de Justicia" y su eficacia aún está por verse. ¿Puede una ley proteger la vida de los periodistas cuando la violencia se ha vuelto orgánica, y la impunidad es parte del sistema?, es la pregunta que se hacen mis amigos, varios periodistas ellos mismos.
Las redes del crimen y la violencia están diseñadas para que cualquiera caiga en ellas, me dice uno con preocupación: "O agarrás plata, o agarrás plomo", es una de las frases más comunes para definir esta disyuntiva fatal. Y los periodistas lo saben bien. Algunos, pensando en sus propias vidas, se moderan y calculan bien cuáles son los límites que no deben traspasar para no agarrar plomo. Otros, se aventuran más allá, en busca de cumplir con su deber de informar, y pagan las consecuencias de su compromiso con la verdad.
Santiago de Chile, agosto 2015.
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