El pasado 7 de noviembre, en Myanmar (antes Birmania), el partido oficial, respaldado por el ejército, que hasta hace poco ejerció una brutal dictadura, fue aplastado por los votos de la oposición encabezada por la premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, privada de libertad por años. Su partido, la Liga Nacional para la Democracia, ya había ganado en ocasiones anteriores pero los militares burlaron su triunfo.
Ahora, a pesar de que el tribunal electoral estaba presidido por un general de la vieja guardia, los votos fueron contados como se debe, y le dieron a la Liga 387 escaños del parlamento, contra apenas 42 para el oficialismo. Un poeta, Tin Thit, también preso por años, le ganó el escaño a otro poderoso general, U Wai Lwin, antiguo ministro de Defensa. Cuando su triunfo fue declarado, el poeta dijo algo que no será novedoso, pero es verdadero: "los votos pueden más que las balas".
En América Latina las balas, o sea los golpes de estado y las dictaduras militares van quedando para la historia, como acaba de demostrarse en las elecciones presidenciales de Argentina. La democracia, con todas las complejidades que allí tiene, hace que el poder se dilucide en los recintos electorales, y no en los cuarteles.
El peronismo, un fenómeno de masas dentro del que se mueven distintas corrientes, parecía imbatible hasta que se abrió la segunda vuelta electoral, y Mauricio Macri, candidato liberal de derecha, ahora electo presidente, se puso en las encuestas delante de Daniel Schioli, del peronismo oficial. Conversé hace poco en Buenos Aires con amigos de ambas fuerzas contendientes, en un ambiente polarizado, como en toda campaña electoral, y cada quien creía por supuesto en la cualidades de su propio candidato; pero lo que nunca escuché fueron dudas acerca de los votos. Un fraude electoral parecía a todos un asunto de otro planeta.
Ahora nos tocará vivir dentro de poco la prueba de Venezuela, con las elecciones que se celebrarán el 6 de diciembre para renovar la totalidad de los escaños de la Asamblea Nacional. En medio de la profunda crisis social y económica, las encuestas auguran la victoria de la oposición, conglomerada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD), que desplazaría del dominio del poder legislativo al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), fundado por el comandante Hugo Chávez, y que es ahora el partido del presidente Nicolás Maduro.
En medio de muchas y graves acusaciones en contra del sistema, la historia electoral de Venezuela bajo el chavismo resulta impecable. Es el país de América Latina donde más elecciones se han dado en los años recientes, y aunque el órgano electoral se halla bajo el control oficial, es poco lo que puede alegarse hasta ahora en contra de la transparencia a la hora de contar los votos.
Los reparos están en cómo el gobierno, desde los tiempos de Chávez, ha asumido sus derrotas, despojando de sus poderes a los funcionarios electos, gobernadores y alcaldes, quitándoles facultades mediante maniobras legales o medidas de hecho, o metiéndolos simplemente a la cárcel. El desafío de las elecciones de diciembre es por tanto muy serio, pues de ganar la oposición, tal como señalan las encuestas, el presidente Maduro perdería el control de la aprobación de las leyes, y del andamiaje legislativo depende buena parte del poder que ejerce.
Sólo para empezar, de acuerdo a la Constitución Bolivariana, la Asamblea Nacional puede delegar en él la autoridad de dictar leyes y decretos por períodos prolongados, en una larga lista que incluye asuntos financieros, tributarios y energéticos, seguridad ciudadana y jurídica, seguridad pública y defensa, ordenación territorial, infraestructura, transporte y servicios. Es decir, todo.
En unas nuevas circunstancias en que la oposición controlara los dos tercios de la mayoría parlamentaria, como parece que podría ser, esta transferencia absoluta de poderes al presidente, que deja prácticamente en receso a la Asamblea Nacional, ya no podría darse, y sobrevendría entonces un conflicto institucional. Acomodar una situación semejante corresponde a los mismos mecanismos de la democracia, y lo que a ojos vista debería imponerse es una diálogo de convivencia, para que el país no siga descarrilándose.
Pero las declaraciones del presidente Maduro no barruntan lo mejor. Aunque ha dejado claro que el gobierno, y su partido, respetarán los resultados electorales, también ha dicho que de perder estas elecciones, "Venezuela entraría en una de las más turbias y conmovedoras etapas de su vida política y nosotros defenderíamos la revolución, no entregaríamos la revolución y la revolución pasaría a una nueva etapa"; y que gobernaría "con el pueblo, siempre con el pueblo y en unión cívico militar".
Son unas afirmaciones difíciles de entender a la luz del funcionamiento de un estado democrático. Dice que todo eso lo haría "con la constitución en la mano" para echar adelante "la independencia de Venezuela cueste lo que cueste, como sea...quien tenga oídos que entienda, el que tenga ojos que vea clara la historia, la revolución no va a ser entregada jamás, escuchen".
Surgen preguntas inquietantes: ¿Qué significa no entregar la revolución, si la mayoría legítima de los votantes pone a la Asamblea Nacional en manos de la oposición? ¿Una nueva etapa de la revolución significa más radicalización, y pérdida de más libertades ciudadanas? ¿Qué significa gobernar con el pueblo, si es que el pueblo ya ha votado en contra del partido oficial? Y peor de todo, ¿qué significa gobernar en unión cívico militar? ¿Qué pito tocan los generales y los coroneles a la hora en que los votos dilucidan el asunto del poder? Eso me recuerda al poeta birmano Tin Thit cuando dice, con tanta razón, que: "los votos pueden más que las balas".
El presidente Maduro también ha dicho que si su partido gana las elecciones legislativas, llamará a un diálogo nacional. Es lo que debería hacer también si las pierde. Y lo que debería hacer la oposición si gana. El diálogo es un instrumento de la democracia, y de un poder irreductible.
Guadalajara, noviembre 2015
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