La periodista Sylvia Colombo de la Folha de Sao Pablo, me pregunta en una entrevista en relación a Nicaragua, si estoy de acuerdo con la reelección indefinida. Por supuesto que no. Una reelección es democrática en un régimen democrático, pero la reelección indefinida nunca es democrática. Daniel Ortega ha sido el único candidato de su partido desde 1984, o sea a lo largo de más de 30 años, y con este nuevo periodo que va a ganar en noviembre, porque ya está decidido de antemano que va a ganar, habrá estado en la presidencia por 25 años. Y no es que en 2021, dentro de cinco años, no vaya a presentarse otra vez como candidato.
Los verdaderos partidos de la oposición han sido eliminados por sentencia de la Corte Suprema, que le es fiel políticamente, y la oposición parlamentaria ha sido expulsada de la Asamblea Nacional por orden del Consejo Supremo Electoral, sometido también a él de manera incondicional. No queda un solo poder del estado que no esté alineado ni institución pública independiente.
Los observadores internacionales para estas elecciones han sido rechazados bajo el calificativo presidencial de “sinvergüenzas”. En estas listas de indeseables queda la Organización de Estados Americanos, la Unión Europea, y el Centro Carter de Estados Unidos.
No se trata de un capricho, ni de un desplante. En el fondo lo que se rechaza son las elecciones mismas. Ortega no cree en la democracia representativa, cree en el partido único, como lo ha dicho públicamente no una vez, una de esas en una larga entrevista para la televisión oficial de Cuba.
De modo que para él las elecciones son un mal necesario, y por eso no les quiere dar relevancia, mientras no sean hechas desaparecer del todo en la Constitución. Las quiere lo más parecido a las viejas elecciones de Europa Oriental, donde la oposición queda reducida a un porcentaje mínimo que sólo representa a los desadaptados sociales.
La institucionalidad funcionaba a medias en Nicaragua, pero hoy ha dejado de funcionar del todo por una serie de medidas que aún tienen perplejos a los expertos políticos que no se atrevían a decidirse si esta era una democracia limitada, un gobierno autoritario, o simplemente una dictadura. Hoy queda claro ante el más benévolo de esos analistas, que se trata de un régimen camino del partido único, a la usanza más obsoleta, fruto de la nostalgia trasnochada por los desaparecidos sistemas del llamado socialismo real que se hundieron con la caída del muro de Berlín.
Y al mismo tiempo, es una autocracia familiar como las que hemos conocido en el pasado en América Latina y claro está, en carne propia en la misma Nicaragua, regímenes que vuelven siempre a resucitar. Para que no queden dudas, Ortega ha escogido a su propia esposa, Rosario Murillo, como candidata a la vicepresidencia. La siempre oportuna Corte Suprema ya había dictaminado desde antes que el parentesco entre esposos no es ningún impedimento constitucional. La alternabilidad en el poder, las elecciones libres, las libertades democráticas, escritas en la Constitución, han desaparecido de la vida real. Vivimos en un país virtual.
La oposición real y creíble ha quedado eliminada. Han sido inscritos para las elecciones 17 partidos políticos pero todos son de membrete, como los que existían en los países de Europa Oriental en tiempos soviéticos. A los candidatos a presidente que competirán con Ortega nadie los conoce porque han sido sacados de la manga. En Nicaragua estos candidatos a presidente, y a diputados, son llamados “zancudos” porque solo buscan chupar la sangre del presupuesto, ya que ganan prebendas para prestarse al juego, entre ellas las codiciadas curules.
El régimen se había válido hasta ahora de su alianza con la empresa privada, que aprendió a no temer al discurso virulento de Ortega en contra del imperialismo yanqui, el capitalismo y la oligarquía vendepatria. La regla de oro de esta relación era que los asuntos políticos quedaban excluidos de las agendas económicas. Hoy está alianza empieza a mostrar sus fracturas cuando las cámaras empresariales protestan por las medidas arbitrarias que quitan la representación parlamentaria a la oposición, y eliminan de la contienda electoral a los partidos independientes.
El justo temor de los empresarios es que el clima de estabilidad económica conseguido hasta ahora se deteriore, y que las inversiones extranjeras resulten ahuyentadas, lo mismo que la cooperación financiera internacional, que es clave. Hasta ahora ha existido un clima de negocios favorable, con moderadas tasas de crecimiento y baja tasa de inflación, con la inapreciable ayuda de las remesas de los emigrantes, cuyo monto sigue creciendo.
El gobierno ha repartido dádivas gracias al dinero del petróleo venezolano, que ya se agotó, pero la estructura desigual no cambia. El número de pobres no ha disminuido, más del 40% de la población vive con menos de dos dólares al día, y más del 70% depende de un trabajo informal.
Y según las revistas financieras, Nicaragua es el país centroamericano donde el número de millonarios ha crecido más en los últimos años. Es un raro socialismo este, donde el número de pobres no disminuye y crece el número de millonarios salidos de la nada.
Qué porcentaje de la población respalda realmente a Ortega sigue siendo un misterio sin descifrar, porque las encuestas que buscan complacerlo no son confiables. Hay encuestas de encuestas. Una reciente de Borge y Asociados, los únicos que acertaron en que los sandinistas perderíamos las elecciones de 1990, muestran a Ortega con un 40% de respaldo. Es alto, pero lejos de la cuasi unanimidad que él pretende.
De todas maneras, las elecciones del mes de noviembre tendrán un candidato único, y ya hay un ganador de antemano que pretende sacar más del noventa por ciento de los votos, y dominar la Asamblea Nacional sin ninguna clase de voces disidentes. Una Asamblea que votará a mano alzada.
Ya hemos visto esa película. Y ya sabemos cómo termina.
Cali, agosto 2016
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