Gracias a Gabriel García Márquez en Colombia las exageraciones se volvieron normales, y por eso no sorprende decir que el país ha vivido una guerra continuada que supera el medio siglo. Si lo pusiéramos en los propios términos gabeanos, sería las guerra de los veinte mil días; y el coronel Aureliano Buendía, que peleó en una más modesta que la historia patria llamada de los mil días, hubiera visto la duración de esta otra con desmedido asombro, igual que el número de víctimas que ha dejado, 260.000 vidas humanas sacrificadas.
No es una guerra sólo entre dos bandos, liberales y conservadores, como la del coronel Aureliano Buendía, sino toda una maraña de escenarios y actores, en la que a lo largo de las décadas han entrado y salido, liberales y conservadores, claro que sí, y ejércitos guerrilleros, unos marxistas ortodoxos, como los de las FARC que ahora va a desarmarse, y otros heterodoxos, y paramilitares y narcotraficantes, en lucha contra las fuerzas militares de un estado que no pocas veces resultó desdibujado y llegó a perder el control de vastas zonas rurales.
Hoy ha llegado la hora de la paz que será firmada este mes entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la fuerza insurgente más poderosa, más rica, y más extendida del país. La guerra de más de medio siglo tiene por fin la oportunidad de llegar a su final, tras un proceso de negociaciones celebrado en La Habana, que duró cuatro años. Los acuerdos, ratificados por el poder legislativo, serán sometidos a un plebiscito el 2 de octubre, y los ciudadanos tendrán que decidir si los aprueban o los rechazan.
Ha sido un conflicto sobre todo campesino, donde más allá de la parafernalia ideológica que lo ha envuelto, la posesión de la tierra cultivable fue desde el origen un motivo central, conectado a las condiciones de vida y a las carencias de la pobreza. Los acuerdos de La Habana prevén la redistribución de siete millones de hectáreas de tierra, más de tres veces la superficie de El Salvador, y más de la mitad del territorio de Nicaragua.
En visitas recientes que por motivos de mi oficio literario he hecho a Cali y Bucaramanga, el asunto de los acuerdos de paz no ha faltado en las conversaciones, en los debates, y en las entrevistas de prensa, y convencido como soy de la necesidad de la paz, lo primero que he dicho a todos es que si yo fuera colombiano votaría por el sí. Y me parece que es la tendencia que encontré entre la mayoría de mis interlocutores.
Al hablar de la paz en Colombia, tomé como referencia mi propia experiencia respecto a los acuerdos que pusieron a fin a las guerras en Centroamérica que tantas muertes, daños y sufrimientos causaron en la década de los ochenta en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, muertos, desaparecidos, mutilados, desplazados; guerras que de diversas maneras envolvieron también a Honduras y Costa Rica.
Aquellos conflictos fueron solucionados en base a los acuerdos de Esquipulas, firmados por los presidentes centroamericanos, pero aunque cada uno tuvo su propia dinámica y fecha de conclusión, los compromisos alcanzados fueron similares en cuanto a sus bases, e incluían el desarme de las fuerzas insurgentes, su incorporación a la vida civil, y el derecho a organizarse como partidos políticos. Es lo mismo que, con sus propias particularidades, habrá de ocurrir en Colombia: cambiar las balas por los votos.
Y son acuerdos que, dentro de muchas imperfecciones y fallas llegaron a funcionar, ofreciendo el más importante de sus frutos que ha sido el fin definitivo de las guerras civiles. Quienes antes reclamaban con las armas por cambios estructurales y reivindicaciones sociales y políticas, hoy pueden hacerlo aún desde el gobierno, como en el caso del FMLN de El Salvador, que ha alcanzado ya dos veces la presidencia de la república.
Y la paz se logró en Centroamérica porque no había solución militar al conflicto. Las fuerzas insurgentes, de derecha e izquierda, no podían ser derrotadas por las armas, y como no se trataba de una rendición en la que el vencedor impone sus términos, en la mesa de negociaciones las partes tuvieron que hacer obligadamente concesiones mutuas.
Más compleja la guerra colombiana que la centroamericana, porque el narcotráfico no había aún metido sus garras tan a fondo en la región como ahora, y por tanto no llegó a financiar ni armar bandos, ni a involucrarlos en el negocio de la coca. En ese caso, la solución se habría complicado hasta extremos impredecibles.
Lo que más se discute en Colombia es el asunto de la impunidad, quiénes pagarán por los delitos cometidos durante la guerra, y quienes no. Sin embargo, los acuerdos no dejan de lado la impunidad total. Establecen un sistema de justicia transicional con penas diferenciadas para delitos confesados y no confesados, y excluye los crímenes de lesa humanidad que son referidos al Estatuto de Roma, es decir, serán juzgados por la Corte Penal Internacional de La Haya.
Este es un punto que representa un avance fundamental, porque al alcanzarse la paz en Centroamérica, la responsabilidad por los crímenes nunca quedó explícita en los acuerdos, ni tampoco se tomó en cuenta a las víctimas ni a sus deudos, como sí ha ocurrido durante el proceso de negociaciones en Colombia.
Héctor Abad Faciolince, mi amigo escritor que tiene toda la autoridad moral del mundo para hablar de este tema porque su padre, el doctor Héctor Abad Gómez, defensor de los derechos humanos, fue asesinado por paramilitares en 1987 en una calle de Medellín, de donde resultó un libro ejemplar, El olvido que seremos, ha escrito en un reciente artículo que termina con una frase lapidaria:
“La paz no se hace para que haya una justicia plena y completa. La paz se hace para olvidar el dolor pasado, para disminuir el dolor presente y para prevenir el dolor futuro”.
Él votará por el sí.
Masatepe, septiembre 2016
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