Hace algunos días participé en la presentación del libro de memorias Banderas y harapos de la periodista Gabriela Selser, y empiezo por contar su historia singular. Su padre, Gregorio Selser, se volvería para mi generación un personaje mítico. Entre los libros clandestinos que un adolescente se imponía leer en la Nicaragua de los Somoza, el que más marcó mi vida fue Sandino, General de hombres libres, escrito por él en Argentina, y que circulaba en copias mimeografiadas, y así mismo El pequeño ejército loco, nombre que Gabriela Mistral había dado al puñado de campesinos y artesanos que luchaba contra la intervención armada de los Estados Unidos.
Triunfó la revolución en 1979, y las dos hijas de Selser, Irene y Gabriela, se vinieron desde México, donde la familia vivía su exilio tras el golpe militar que encabezó Videla, para meterse de cabeza en el turbión de la revolución que arrastraba a gente de todo el mundo y cuándo no, a dos muchachas que habían aprendido sobre Nicaragua con el mejor maestro que alguien pudiera tener.
En su libro, Gabriela acude a la cauda de sus recuerdos de alfabetizadora adolescente primero, y de periodista juvenil después, corresponsal de guerra del diario Barricada durante siete años. Quiso ser parte de aquella novedad incandescente desde el día mismo de bajarse del avión, testigo privilegiado en adelante de los dramáticos acontecimientos que sacudirían a Nicaragua a lo largo de toda una década que asombró al mundo. Ahora, estamos en el presente despiadado. Las banderas de la revolución se volvieron harapos.
Las presentaciones de libros en Nicaragua son por lo general ceremonias modestas, pero esa noche, en el auditorio César Jerez S.J. de la Universidad Centroamericana, no cabía el público que ocupaba los asientos y muchos permanecieron de pie, hasta el final, recostados a las paredes. Algo extraño vibraba en el aire, como si el espíritu de aquellos tiempos de agonía y esperanza bajara sobre las cabezas de los que habían sido parte de la hazaña, y estaban allí.
Y jóvenes, que habían oído hablar de aquellos tiempos y también estaban allí. En un país donde la inmensa mayoría tiene menos de treinta años, la memoria de los hechos sigue enterrada para las nuevas generaciones, o ha sido adulterada. El olvido y el engaño se han impuesto desde arriba.
Muchos de los presentes, ahora en la edad madura, habían alfabetizado a los campesinos en lo profundo de las montañas, en las selvas y cañadas, en caseríos lejanos, y lo supe porque al preguntar quienes habían participado en la cruzada, más de la mitad de los presentes levantaron la mano. Y estaban, ya ancianos, el padre y la madre adoptivos de Gabriela, quienes habían llegado de Waslala, un poblado en la ruta hacia la costa del Caribe. Los alfabetizadores, jóvenes y adolescentes de todas las clases sociales, quedaron llamando mamá y papá a quienes los habían acogido en sus hogares humildes, casas de bajareque y ranchos de paja.
Y también estaba el hermano adoptivo de Gabriela que tomó la palabra para decir que ella le había enseñado a leer y a escribir y ahora era ingeniero agrónomo. Era como estar volviendo a un sueño tejido por miles de manos juveniles, el sueño de la solidaridad que desterraba el egoísmo, la hora de entregarse a los demás viviendo en las condiciones en que vivían los demás, para sacarlos del pozo ciego del atraso y la ignorancia. El sueño cuyos hilos terminaron por romperse para quedar en una red llena de huecos por los que se cuelan otra vez los fantasmas del pasado que aquellos muchachos de entonces, y que ahora llenaban el auditorio, habían querido desterrar.
Uno tras otro, quienes intervinieron al final de la presentación, hablaron de la necesidad urgente de rescatar la memoria de aquella década. Los que alfabetizaron, los que recogieron cosechas, los que fueron a la guerra. Contar su propia vida de compromiso, contar su experiencia, no dejar que el olvido se coma la vida, no dejar que la historia oficial suplante, con sus excesos, sus mentiras, sus lagunas, sus falsificaciones, lo que cada uno vivió. Sumar libros de memorias, contar desde dentro, hacer de la experiencia propia, del testimonio personal, una historia entre todos, así como la revolución se hizo entre todos. No dejarse robar la vida vivida, ni la historia, que es vivencia.
Uno de los asistentes dijo que ni siquiera se había hecho nunca un inventario de los jóvenes caídos en combate, y citó una cifra, serían 23 mil. ¿Y los que cayeron del otro lado, los que pelearon bajo la bandera de la contra, en su mayoría campesinos, cuántos fueron? Quizás otro tanto, quizás más. De ellos hay que hacer también un inventario. Para recordar se necesita nombrar a unos y otros. No sólo enlistar sus nombres, recoger también sus datos biográficos, familiares. Convertir los números en seres humanos, dar vida a las cifras.
Para tener futuro hay que ponerse en paz con los muertos, es la convicción de la doctora Marta Cabrera, una reconocida psicóloga que participó en el panel y se ha especializado en las terapias de guerra para ayudar a los sobrevivientes, muchos de ellos convertidos en desadaptados que han terminado en el alcoholismo y en las drogas. Ella misma perdió a un hermano, asesinado en una emboscada por la contra, y confiesa que a pesar de no haber logrado aún sanar su duelo, trata de ayudar a los demás.
Alguien perdió a alguien. Las heridas siguen abiertas, y para sanarlas son necesarias las palabras. Una historia completa, como un mosaico, en la que cada quien ponga de por medio su historia leal, y real, la historia de la propia vida.
No hay otra manera de contar la Historia con mayúscula, que a través de las historias con minúsculas. El relato de cada universo personal, que venga a ser el universo compartido, años y desilusiones después.
París, abril 2016
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