El populismo es todo menos homogéneo como fenómeno de poder, y la prueba la encontramos muy bien expuesta en América Latina en lo que se ha dado en llamar el socialismo del siglo veintiuno, una mezcolanza en la que, pese a su diversidad local, dominan los colores que le impuso el comandante Hugo Chávez en Venezuela.
Pero en nuestra historia aciaga es posible encontrar un parentesco directo entre lo que podríamos llamar el modelo chavista, copiado con variantes en Nicaragua, Bolivia o Ecuador, y el peronismo de mediados del siglo pasado en Argentina. Sólo que Chávez se valió solo, como cabeza única, y el general Juan Domingo Perón necesitó del auxilio invaluable de su esposa Eva Duarte, la Evita que todos conocemos, icono de musicales, novelas y posters, y cuya leyenda sobrevive más de seis décadas después de su muerte, entronizada en los mismos altares donde se venera al Che Guevara, a John Lennon o a Marilyn Monroe.
Eva Perón es dueña de la patente del invento insignia del populismo: abrir las arcas del estado para dar, sin control ni medida, haciendo de la beneficencia pública una gran función de estado envuelta en una formidable parafernalia. Una gran caja chica donde el benefactor también puede meter las manos para su propio beneficio.
La caridad con categoría institucional, y como imán para atraer la adhesión política de los desposeídos, que al recibir algo despiertan en los demás la esperanza de que también van a ser parte del magnánimo botín, aunque nunca les llegue el turno de recibir una máquina de coser, una silla de ruedas, un refrigerador, una cama, una beca, unas bolsas de cemento, un techo de zinc, unas aves de corral, una vaca parida.
En la Fundación Eva Perón, creada en 1948 como una gran maquinaria demagógica de regalar muñecas y triciclos para los niños, muletas y prótesis a los ancianos, bicicletas y cocinas, sin que las estructuras sociales se hubieran movido una pulgada y siguieran siendo tan injustas como siempre, está la raíz de todo lo que hemos conocido como socialismo del siglo veintiuno, multiplicado con creces por Chávez y sus imitadores populistas.
Evita se valió para sus dispendios colosales de las reservas de oro de Argentina, entonces las más grandes del mundo; Chávez, ya lo sabemos, del petróleo de Venezuela, también las reservas más grandes del mundo. Y ambas economías, que parecían inconmovibles, quedaron en quiebra.
Pude ver algo de lo que son estas raíces del populismo en mi visita al Museo Evita, que ahora funciona donde en aquellos dorados tiempos estuvo el Hogar de Tránsito número 2, destinado a socorrer a las mujeres necesitadas y a sus hijos, generalmente inmigrantes del campo y las provincias, quienes se veían obligadas a dormir en las calles, o debajo de los puentes. Esta era una de las decenas de instituciones de caridad que la Fundación tenía abiertas en Buenos Aires.
Es una mansión de la familia Carabassa construida a principios del pasado siglo en el barrio de Palermo, y que según la guía del museo "combina elementos del estilo plateresco y del renacimiento italiano". Cuando Evita lo inauguró en 1948 como asilo, en su discurso ofreció a las mujeres y niños "una puerta abierta, una mesa tendida, una cama limpia," y también "consuelo y estímulo, aliento y esperanza, fe y confianza en sí mismo, hasta tanto la ayuda social les encuentre trabajo y vivienda".
La Fundación Eva Perón es el modelo de las Misiones de Chávez. Manejaba además de albergues, una red de hospitales y clínicas, dispensaba becas de estudio, pagaba subsidios, era también una agencia de empleos, y sobre todo, regalaba a manos llenas. La gente hacía largas filas desde la madrugada para pedirle personalmente a Evita, y quienes lograban llegar ante ella antes de que se cerraran las puertas, no salían con las manos vacías. Era una minoría de beneficiarios entre millones de pobres y necesitados, pero los diarios, las revistas oficiales y los noticieros de cine multiplicaban su número.
El museo Evita enseña cómo funcionaba el albergue de acogida, un dechado de orden, higiene y abundancia: al final del recorrido se entra en la cocina, amplia e iluminada, donde unos bifes plásticos se doran en las parrillas. También hay ejemplos de los programas sociales del peronismo: un refrigerador Siam para cada familia obrera argentina, y se exhibe uno con la puerta abierta, lleno de carnes, frutas, verduras, leche, sin faltar una botella de champaña.
Y piezas de propaganda política; ejemplares de la revista Mundo Peronista, folletos con discursos de los esposos, cartillas escolares que los ensalzan, viejos documentales donde aparecen ambos en el balcón de la Casa Rosada, la voz estridente de él, la aguda voz de ella, y la inmensa multitud que agita sus banderas y carteles y enronquece de gritar el día de la Lealtad Popular, conmemoración del 17 de octubre de 1945 cuando tras un golpe de estado fallido Perón volvió al poder. Igual que Chávez.
También se exhiben ejemplos del glamour de Evita, y es lo que más abunda en las vitrinas: sus trajes de gala y de calle confeccionados por Jacques Faith, Pierre Balmain, Marcel Rochas; zapatos exclusivos, sombreros de variadas textura, de raso y plumas, de paño y fieltro, de seda con voilette de tul y bouquet de flores; guantes de antílope, estolas; artículos de tocador, polveras, aspersores; perfumes Caron y Schiaparelli en frascos de baccarat.
Una demanda de la masa de pobres partidarios suyos, sus "cabecitas negras", argumentaba con toda seriedad ella: le exigían que al representarlos no faltara el lujo, porque eso los dignificaba. Sus pobres. Los otros, si no eran contados entre los fieles de carnet, no recibían nada; el objetivo era mantener aceitado el mecanismo de adhesión al peronismo, para que las plazas pudieran llenarse.
En los viejos documentales ambos parecen fantasmas. Perón y Evita en blanco y negro, ya tan antiguos. Pero fantasmas sin quietud, que no dejan de resucitar.
Buenos Aires, noviembre 2017
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