Siempre he imaginado al novelista como un director de cine, sólo que, lejos del ajetreo de los estudios y de los rodajes a cielo abierto, trabaja en soledad, y es él mismo, además, guionista, camarógrafo, escenógrafo, encargo de vestuario y decoración, maquillista, jefe de luminotecnia y de sonido. Carpintero, por supuesto, que clavetea las paredes de los sets; y, por fin, editor, porque hace el montaje y corrige y suprime hasta conseguir la versión final.
Tolstoi es el mejor ejemplo de lo que digo. En esa gran superproducción escrita que es Guerra y Paz, sube a la grúa para tener una visión completa del campo de batalla de Borodinó, y desde la altura contempla a las tropas de Napoleón Bonaparte de un lado, y del otro a las del general Kutuzov: formaciones de soldados de infantería, el humo de las descargas de los fusiles, el fogonazo de los cañones, el despliegue de la caballería. Pero al mismo tiempo, omnisciente y omnipresente, es capaz de quitar los techos de los palacios de Moscú para filmar los bailes de gala, y rebana las paredes a las alcobas para que la cámara no tenga estorbos en las tomas de primer plano de las escenas de amor. Y lo mismo entra en el alma de sus personajes.
Y, al revés, el director de cine como novelista. Es la sensación que he tenido al ver Roma de Alfonso Cuarón, sentado en mi butaca frente a la inmensa pantalla en una de las cinco salas de la Cineteca del Conjunto de Artes Escénicas de la Universidad de Guadalajara, un prodigio cultural del que habría que hablar por aparte; la cineteca, de paso, se llama Guillermo del Toro.
Roma es una minuciosa exploración sentimental de la infancia, filmada en blanco y negro, cada fotograma una pieza infaltable de la obra de arte que es la película. Cuarón no ha querido correr riesgos con la fidelidad a su memoria, “que al fin y al cabo tampoco lo es; porque es la única verdad que tenemos, y la memoria es lo que somos”, dice; y por eso, como Tolstoi, acapara roles que corresponden a diferentes personas: además de director es el guionista, editor, responsable de la fotografía, y no me cabe duda que también de la escenografía que es parte esencial del proceso de reconstrucción del pasado.
Una saga autobiográfica que tiene su punto de irradiación en la casa número 21 de la calle Tepeji en la colonia Roma, construida en 1902 bajo la dictadura de Porfirio Diaz, imagen y semejanza de las ciudades de Europa, mansiones de estilo art noveau y neoclásico en el corazón del antiguo Distrito Federal, destinadas a las élites, y que luego pasaron a ser ocupadas por familias de clase media acomodada.
Hay un doble relato en Roma: uno íntimo, que retrata la vida de una familia abandonada por el padre, médico de profesión, cuando la madre debe sacar adelante a sus cuatro hijos, aunque la historia se desliza hacia la figura de Cleo, la empleada doméstica mixteca que es el alter ego del personaje que marcó la vida de Cuarón, Libo Rodríguez, la nana que cuidó de él, “su segunda madre” y quien se convierte en el eje sentimental, y dramático, de la película.
El otro relato corresponde a la vida pública, y lo que ocurre puertas adentro del hogar está conectado a los acontecimientos de la historia nacional. Los ruidos y la agitación de la calle, la violencia, entran el hogar. Se abre la década de los setenta con la ascensión al poder del presidente Luis Echeverría Álvarez, a quien Gustavo Diaz Ordaz, responsable de la masacre de estudiantes de Tlatelolco en 1968, escoge como sucesor bajo el sistema cerrado impuesto por el PRI.
Habrá entonces otra masacre de estudiantes el 10 de junio de 1971, jueves de corpus, ejecutada por “Los Halcones”, un grupo paramilitar que responde al poder político, con 120 asesinados en las calles. “El halconazo” entra en la vida de los protagonistas, y por tanto en la película. “Hay períodos en la historia que asustan a las sociedades y momentos en la vida que nos transforman como individuos, dice Cuarón. Y los dos mundos se conectan.
El novelista explora en su propia memoria, y utiliza las palabras para recrearla. El director de cine desciende también a esas mismas cavernas oscuras del pasado y busca alumbrarlo, reviviéndolo a través de imágenes, sin pasar por las palabras. Es aquí donde los dos oficios se separan, pero el proceso de reconstrucción viene a ser el mismo.
La escritura cambia al novelista una vez culminada su exploración, y el cineasta que ha puesto el ojo en el visor de la cámara para filmar su propio pasado, cambia radicalmente también. Ya no será el mismo, porque la memoria tiene filo y hiere. “Es imposible seguir siendo la misma persona de antes después de hacer un experimento en el que te remites a tus recuerdos más lejanos”, dice Cuarón. “Son como una grieta en la pared que tratas de tapar con capas y capas de pintura, pero no desaparece, continúa allí, aunque sientas que no existe”. Desde la butaca, compruebo la certeza de estas palabras.
Es el poder inconmensurable de la obra de arte, cambiar a quien la ejecuta, y cambiar a los demás en la oscuridad de la sala, o en el sillón de lectura. En la penumbra, cuando pasan al final los créditos, mi sensación es primero de asombro. He visto desplegarse ante mis ojos un pasado de relieves concretos, imágenes hiperrealistas cuidadosamente detalladas que puestas en sucesión vienen a ser el todo.
“Esto es imposible” me dice cuando vamos saliendo el escritor Gonzalo Celorio, quien vivió de niño en la misma colonia Roma. Cines, comercios, restaurantes, bares que ya no existen más, están en la película tal como él los conoció y los recuerda. Imposible porque se trata de un milagro. Roma es un verdadero milagro.
Masatepe, diciembre 2018.
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