Hay un viejo video que de vez en cuando circula en las redes, donde un adolescente de lentes, con cara de sabio precoz, explica en detalle de qué se trata el artilugio que tiene en la mano, y al que pondera como práctico y sencillo de usar, entre sus ventajas la de que no necesita baterías, ni enchufarse. Se llama libro, explica el muchacho con aire didáctico.
En marzo de este año me senté a escuchar con fascinación el debate entre editores sobre “El libro de papel y el libro digital” realizado en Málaga en el marco del Festival de Escribidores de la Cátedra Vargas Llosa, en el que participaron Pilar Reyes, de Penguin Random House, Enrique Redel, de Impedimenta, Joan Tarrida, de Galaxia Gutenberg, y Phil Camino, de La Huerta Grande, bajo la moderación de Ramiro Villapadierna.
¿Seguimos prefiriendo el libro de papel? ¿Cuánta fuerza ha cobrado el formato digital? ¿Estamos a las puertas de un cambio irreversible en la forma de leer? ¿Variaron los hábitos de lectura durante la pandemia? ¿El libro de papel será sólo un recuerdo nostálgico en la memoria de los viejos?
Entre las sorpresas que me he llevado al escuchar la conversación, la primera es que, el libro de papel, tal como lo conocemos desde que se inventó la imprenta, con páginas que se pueden pasar humedeciendo el dedo y entre las que se puede colocar un señalador, el libro que se puede acariciar, sopesar, meterle la nariz para oler su aroma a tinta nueva o papel viejo, lejos de morir olvidado, está en vías de renacer, imponiéndose a las amenazas de su desaparición.
El triunfo de lo tangible contra lo intangible, de la realidad contra la ilusión, de la materia contra la simulación de la materia. Cuando cerramos un libro a medio camino de la lectura, el cerebro humano, que está dotado de una geo orientación, sabe en qué página nos quedamos y adónde regresar. El proceso se entorpece cuando leemos en una pizarra de cuarzo, porque la memoria de la lectura cambia, y el cerebro se desorienta cuando reiniciamos de nuevo la lectura. No sabe adónde se quedó la vez anterior. No hay páginas adelante, ni atrás.
La reducción drástica de las tiradas de los periódicos, y la desaparición de sus ediciones impresas, en muchos casos, habla claramente del traslado de la lectura de las noticias al espacio digital. Pero no es lo mismo enterarse de lo que está ocurriendo en el mundo con sólo mirar a la pantalla del teléfono celular, que entregarse a la lectura de un libro, para lo cual necesitaremos varias sentadas. No simplemente un acto de información instantánea, sino de meditación, y de diálogo con quien escribe y con nosotros mismos; de preguntas que se abren a otras preguntas, de respuestas no satisfechas. Un viaje interminable.
De cada cien libros que se venden en España, sólo 5 son de formato digital, una proporción que en Estados Unidos crece hasta el 25%, compuesta sobre todo por novelas románticas y policíacas de las baratas, eso que se ha llamado “pulp fiction”, libros de leer y tirar, que se descuadernan fácil; y, en este caso, de borrar. Y la pandemia, que nos concedió ese espacio de tiempo y soledad para ver series, y para leer, hizo crecer la venta de libros de papel, mientras la descarga de libros electrónicos se estancó.
Otra novedad: casi todo lo que se lee en digital, es pirateado. Y es en el mundo de los libros en español donde domina la piratería, hasta en un 75%, un protagonismo triste, porque quienes se mandan uno a otros libros a través de las redes, no tienen conciencia de que se trata de un robo, y de todo el trabajo que hay detrás; porque si el libro digital es cierto que no pasa por el proceso de impresión y encuadernación, están los derechos de autor de quien lo escribió, el trabajo de edición, de corrección, de formato, y de traducción cuando la hay.
Claro que el libro digital no consume bosques enteros para fabricar el papel, como ocurre en el caso de los libros impresos, y ayuda a librar a la humanidad de desastres ecológicos. Y en la más lejana y olvidada de las aldeas se puede instalar una biblioteca de miles de ejemplares con sólo unas cuantas pantallas y una conexión de Internet, que abre paso, a su vez, a decenas de grandes bibliotecas digitales en el mundo. Una repartición democrática de las posibilidades de lectura, no sólo literaria, sino científica, y de formación técnica y escolar.
Si la venta de libros desechables crece en el mundo digital, la de libros infantiles, que van a apareados necesariamente a las ilustraciones, crece en el mundo material, porque son libros que se leen en compañía, entre niños y adultos, con el gusto de repasar esas hermosas páginas iluminadas, y leer una y otra vez la misma historia; igual que los libros de arte de formato mayor, que son objetos de deseo, y a los que no se puede entrar sino con fruición sensorial, en un acto de verdadera lujuria.
Volvamos al tema de realidad y simulación. El libro electrónico no es sino una imitación del libro real. El formato, la tipografía, la textura y el color mate de la página que creemos que tenemos enfrente, son fingidos. Con el libro digital no se ha hecho sino inventar lo que ya estaba inventado de manera tangible. Un avatar, como todos los demás habitantes del metaverso.
Cuando apagamos la pizarra, el libro ha dejado de existir, ha vuelto a la nada de donde salió. No es nuestro. No puede regalarse, ni heredarse. No lo hallaremos en ninguno de esos santuarios que son las librerías de viejo. Es un fantasma que no puede ser colocado en la hilera de libros del estante donde sabemos que los libros reales están, y a los que podemos regresar cuando queramos.
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