Alejandro Dumas, el más prolífico de los novelistas del siglo diecinueve, que heredó a la posteridad libros aún tan populares como El Conde de Montecristo y los Tres Mosqueteros, también escribió un Gran Diccionario de Cocinalleno de recetas exquisitas que fue recogiendo a lo largo de su vida, metido como anduvo entre las cacerolas y quemándose las pestañas en el fuego, no se vaya a pensar que era un simple comensal aficionado a los secretos de las complejas artes culinarias.
Por estricto orden alfabético, explica cómo preparar el faisán, las codornices, los urogallos, las liebres y conejos en su propia sangre, estofados de jabalí, pasteles de ciervo, gallinitas de guinea en salsa de champiñones; y hasta hay recetas para pavorreales. ¿Se comen o no los pavorreales?, se pregunta uno alarmado. Pues sí.
En su diccionario anota que Heliogábalo, en un banquete, mandó confeccionar un pastel de lenguas de pavorreales, faisanes, ruiseñores, y hasta loros hasta entonces hablantines. Toda una extravagancia. Pero el mismo Dumas confiesa haber probado la carne del pavorreal cuando en el curso de un viaje, camino de Saint-Tropez, sus admiradores le ofrecieron un tumultuoso banquete al aire libre en la plaza pública de un pueblo provincial, y en la mesa, cargada de platos que tenían el mejor aspecto del mundo, había en medio “un pavo real asado que había conservado todas sus plumas, con la cola abierta en abanico y su cuello de zafiro”; y aún incluye en su diccionario una receta de pavorreal asado a la crema agria.
“El jardín puebla el triunfo de los pavorreales”, dice Rubén en La Sonatina. Por tanto no deberían comerse. Sacar a uno de ellos del jardín cada día, para que por turnos el cocinero los decapite y la princesa pueda degustar un muslo en el almuerzo, o la pechuga, como una forma de curar su fastidio mientras espera a su príncipe azul, sería un acto capaz de dinamitar todo el artesonado modernista con todos sus pavorreales, ruiseñores, alondras y cisnes.
Pero ya se vio que existen recetas para preparar el pavorreal, por sacrílego que parezca. Dumas alega que la carne del pavorreal joven es agradable al gusto. Y una vez desnudo, despojado gracias al agua hirviente del plumaje que le da ese misterioso color de noche de plenilunio, y ya sin la cola que es la que más fama otorga a su rara hermosura, lucirá en la plancha mortuoria de la cocina como cualquier otro pavo de moco caído, tan abrupta y cruelmente sacado del poema.
La humillación que otra receta de la vieja cocina romana describe es terrible: limpiar el pavorreal y quitarle el hueso de la pechuga con la ayuda de un cuchillo filoso. Mezclar en un recipiente hondo la carne de ternera y la de cerdo, las pasas, los piñones, las almendras molidas, el jugo de grapefruit y los huevos uno por uno. Reservar las trufas para el final. Rellenar las cavidades, cocer las aberturas y atarlo para que no pierda su forma. ¿No os parece, diría un Rubén de cara larga, el procedimiento para embalsamar un cadáver?
¿Y el cisne? ¿Nunca han tocado las manos sacrílegas de un cocinero la sagrada carne de los cisnes? Pues hay un pastel de cisne, para cuya preparación Dumas no ofrece detalles, pero da igual, porque refiere al lector a los mismos procedimientos que se siguen para preparar el pastel de Amiens, en el que el cisne entraría a sustituir al pato. Mayor humillación no puede concebirse.
Los términos en que Dumas se refiere al cisne, sino despectivos, son técnicos. Dice, por ejemplo, que el cisne pertenece, para algunos naturalistas, al género de los patos, ya ven; que su cuello es largo porque consta de un gran número de vértebras, nada menos que veintitrés, y, por tanto, no porque interrogue a nadie. Y peor, que es una verdadera anomalía de parte de los naturalistas haber aplicado a este animal el nombre de cygnus musicus, cuando la verdad es que su canto, aunque sea el postrero, es el grito más desagradable que se haya nunca escuchado.
Masatepe, febrero 2013
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