Debe haber sido por el año 1960 que conocí a Carlos Mejía Godoy en León, cuando yo estudiaba derecho y él había llegado a estudiar medicina, según creo recordar, bajo el amparo y protección de su tío monseñor Mejía y Fajardo, deán de la catedral. Luis Enrique su hermano recuerda en sus memorias que una vez salidos de Somoto, ambos pasaron años bajo la tutela de aquel tío monseñor que los quería con severidad como si fueran sus propios hijos, yendo con él donde quiera que ejerciera el curato, y así vivieron por un buen tiempo en Managua dentro de la propia catedral, insólita y santa infancia, criaturas ambos de sacristía.
El 27 de junio va a cumplir los setenta, y por tanto me lleva cotonero, pues voy menos de un año adelante. Es un acontecimiento que no debemos pasar sin celebrarlo con todas las de ley, chicheros, carga cerrada y repique mayor incluidos. Un repique de las campanas de la iglesia parroquial de Somoto, que se oiga hasta en Masatepe.
Esa vez que lo conocí fue una noche en que íbamos con Toño Jarquín, que tocaba el violín, y otros músicos de vocación amanezquera, a bordo de un jeep destartalado hacia el balneario de Poneloya, y fue la primera vez que oí a Carlos interpretar algo suyo. Escuché su voz antes de verla la cara, qué mejor manera de conocerlo. Él dice ahora que yo dije que aquella primeriza pieza de su inspiración no me gustaba, pero se trata sin duda de un falso recuerdo suyo. O una invención, pues ya sabemos que su inventiva no tiene límites. De Carlos me ha gustado siempre todo, y es tan pródigo de inspiración, que uno puede escoger como en botica.
Su cabeza es una caja de música, "la caja de armonía que guarda mi tesoro", como decía el maestro Rubén, alguien que lleva la música por dentro como un venero del que están brotando siempre melodías, lo que lo convierte en el compositor más copioso de nuestra historia, y el más original, en cada canción la letra pegada a la música como el hueso a la carne. El músico que no se separa nunca del poeta. Yo cambiaría el himno nacional, que tiene una letra pobre y mala, por Nicaragua, Nicaragüita, que es de todas maneras otro himno nacional que se entona dentro y fuera de las fronteras, con emoción y añoranza.
Las variantes de Carlos son inagotables, capaz de crear toda una galería de personajes inolvidables, como lo haría un escritor de cuentos y novelas, y la lista es larga como para citarla completa: Chinto Jiñocuago, la Tula Cuecho, Quincho Barrilete, Terencio Acahualinca, Clodomiro el Ñajo, Panchito Escombros, la Carmen Aseada, María de los Guardias. Y son personajes creados en el lenguaje, que viven gracias a las palabras. Carlos conoce como pocos la lengua nicaragüense, sus entresijos y tesituras, y sus infinitas posibilidades de gracia y picardía. Y a ese lenguaje oral sabe darle ritmo y melodía. Por eso es que es académico de la lengua, no faltaba más.
Fue el cantor de la revolución, le puso una marca suya, y de aquella gesta sobreviven entre muy pocas cosas sus canciones, que evocan el heroísmo popular y la entrega desinteresada a una causa que fue por el mundo de la mano de Carlos, despertando solidaridad. Y esa marca suya fue y sigue siendo ética. Siempre habrá que recordar que cuando le propusieron vender la música de Quincho Barrilete, su canción ganadora del festival de la OTI, para que sirviera como emblema del Mundial de Futbol de Argentina, se negó de manera rotunda. La bolsa, o la vida. Y se quedó con la vida.
Quizás su obra más completa, por su riqueza y su variedad de registros musicales, donde sintetiza y recrea toda la música nacional, desde los sones de Pascua a los sones de toros, sea su Misa Campesina. Ojalá hoy, cuando el papa Francisco habla de nuevo de la iglesia de los pobres, "una iglesia pobre y para los pobres", esa hermosa misa campesina vuelva a cantarse en las iglesias nicaragüenses. Qué mejor homenaje que ése a sus setenta años bien cumplidos, bien vividos y bien cantados.
Ciudad de México, junio 2013
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