Charles-Pierre Monselet escribió varios libros en que relaciona la gastronomía con la literatura, entre ellos La cocina poética, y Rubén Darío siempre se sintió fascinado por la atención que prestaba al cerdo, la antítesis del cisne, pues mientras aquel se revuelca en el lodo y come toda clase de desperdicios, aún excrementos humanos, éste no admite contaminaciones en su imperturbable y serena belleza, mientras se desliza sobre el cristal de las aguas. Monselet en sus parnasianos Sonetos Gastronómicos, incluye uno dedicado al cerdo que termine con este terceto: ¿Cómo osaríamos, en nuestra presunción,/reprocharte, en verdad, que te enfangues?/ ¡Cerdo adorable! ¡Animal rey, ángel adorado!
En La isla de oro, su novela inconclusa empezada en Mallorca en 1906, Rubén, más que fascinado, se siente extrañado del amplio espacio que George Sand dedica a los cerdos en Un invierno en Mallorca. Ella recuerda los puercos jóvenes, los más hermosos de la tierra, que pueblan la isla y que a la cándida edad de año y medio pesan ya 24 arrobas, o sea, 6OO libras: “los mallorquines llamarán a este siglo, en los siglos futuros, la edad del cerdo, como los musulmanes cuentan en su historia la edad del elefante", dice, y recuerda la sentencia de Monselet: Todo hombre tiene en su corazón un cerdo que duerme.
¿Adorable, rey, ángel, este animal aborrecido por sus costumbres y aspecto? La poesía, y el apetito, son capaces de todo. Es el mismo espécimen que ha prestado su nombre en el lenguaje, cerdo, chancho puerco, cochino, para que así sean llamados desde los promiscuos a los inescrupulosos, desde los faltos de higiene a los de malas costumbres en la mesa; pero, he allí la dualidad, pues gracias a sus recursos tan abundantes para satisfacer los estómagos, que no se desperdicia nada de su cuerpo, y la sabrosura de su carne, de sus víscera y hasta de su pellejo, es sagrado en las cocinas.
Sólo el cerdo es dueño de la soberana abundancia que alaba Fray Gabriel Alonso de Herrera en su Libro de Agricultura: “no hay carne, así fresca como cecinada, que tanto abunde e hinche la casa, ni que tanta hartura y mantenimiento den a la persona”. De sobrados merecimientos en Nicaragua, los cerdos hicieron su entrada triunfal en el siglo XVI, traídos por el propio primer gobernador don Pedro Arias de Ávila, empresario astuto y al mismo tiempo gobernante implacable, el molde original en que tantos otros se han vaciado a lo largo de nuestra historia.
Desde entonces aquellos animales entecos y de corta alzada, pasaron a ser partes del paisaje, tal como cabros que andaban libremente por las calles y solares, según José Coronel Urtecho, comiendo de todo lo que recogían con el hocico, o disfrutando de los desperdicios de cocina en las casas donde se les engordaban mientras llegaba su infaltable sábado para dar de sí nacatamales, chorizos y morongas, el pebre, el frito, los chicharrones, y hasta el peoresnada.
Del soneto de Monselet se ocupa también don Alfonso Reyes en su Diez descansos de cocina, y de paso introduce serias dudas acerca de la autoridad de quienes, sin haberse quemado nunca las pestañas con el fuego de los fogones, se meten a husmear en las cocinas y sacan de allí versos: “Uno de los mayores peligros de la literatura gastronómica está en la fantasía, en la simbolización y en la bufonada, que insensiblemente ocupan el sitio del gusto y la experiencia”, advierte.
La severidad de don Alfonso no puede, sin embargo, desmentir que Monselet no yerra en sus alabanzas al soberano rey de las cazuelas, los embutidos y los hornos. Y tampoco viene a ser tan cierto que para escribir sobre el arte culinario con inspiración o admiración, hay que haberse quemado las manos con aceite hirviendo, o sufrido un tajo en el dedo al rebanar una zanahoria. Rubén sabía dar consejos a Francisca, pero no lo dejaban asomarse a la cocina, como a tantos nos ha ocurrido.
Masatepe, agosto 2013.
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