Cuando a Bartleby, el escribiente solitario del cuento de Herman Melville, se le quería confiar una nueva tarea de oficina, solía responder invariablemente: "preferiría no hacerlo". Esa frase se volvió un tópico de la literatura. En Bartleby y Compañía, Enrique Vila-Matas hace una lista bastante exhaustiva de los escritores que han padecido el síndrome de Bartleby. Son quienes ven la literatura no como un asunto de abundancia, sino de rigurosa escasez; tal es el caso de Augusto Monterroso (1921-2003), guatemalteco nacido en Honduras, venido de una parentela de buscadores de oro, gambusinos o güiriseros, y quien tras variados exilios recaló para siempre en México.
Para Monterroso la escritura fue siempre un milagro que podía quedar plasmado en unas pocas palabras, o en unas pocas páginas. Y escritura, según su juicio, era también lo que no se escribía, lo que quedaba en el silencio. Balzac, el copioso, venía a ser todo lo contrario de su concepción, o escogencia, de la literatura, la parquedad; y a la vista de aquella montaña de crestas invisibles, Monterroso, el parco, exclama, lleno de graciosas ínfulas: hoy he escrito una línea, hoy me siento un Balzac.
En su cuento magistral El zorro es más sabio, que cierra su libro La oveja negra y demás fábulas, escuchamos la historia del Zorro escritor a quien siempre pedían un nuevo libro, a pesar de que ya había publicado dos, aclamados por la crítica. "En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer", pensaba el Zorro. La astucia y la brevedad. En el personaje del Zorro escritor, no pocos descubren al discreto Juan Rulfo, que se negó a escribir un tercer libro, o inventó que estaba escribiendo uno que se llamaría La Cordillera para que lo dejaran en paz, pero nunca lo empezó.
Recuerdo, además, una broma de Monterroso frente a un grupo de estudiantes guatemaltecos que planeaban editar una revista y llegaron a visitarlo a su casa en la ciudad de México para pedirle una colaboración literaria. Los mandó con otro escritor, poeta compatriota suyo, este sí, abundante hasta la desmesura, y mal poeta, también en el exilio, diciéndoles: "pídanle a él, ése tiene bastante".
Obras completas y otros cuentos fue para mí una revelación temprana de lo que debía ser la literatura para un principiante, cuando se publicó en 1959. Un principiante como yo, ahijado de la literatura vernácula centroamericana, a quien se ofrecían ahora unos textos sin desperdicio de palabras, que despreciaban el rezago vernáculo y abría puertas para ventilar la escritura, lejos de los circunloquios paternalistas del regionalismo, siempre generosos en palabras y desbordados de retórica.
Allí es donde está El Dinosaurio, ese cuento tan famoso de una sola línea, una sola coma y un solo punto que es, además, el único cuento que puede aprenderse de memoria, como muchos lo hemos aprendido, y que hoy cabría en la estricta medida de un tweet. Todos los textos de ese libro eran entonces reveladores por modernos, y como al Zorro de su fábula, Monterroso empezó a prevenirse de no caer en las provocaciones, y así nunca dio traspiés escribiendo demasiado. Se supo cuidar de los numerosos libros. Si alguna vez le dije, hiriendo su modestia, que nunca había él escrito una sola línea mala, habría de responderme, antes de soltar su risa sosegada, que era porque escribía poco. La ilustre compañía de Bartleby.
Monterroso recomendaba, además, frente a la página que una creía perfecta, agregar algún error, para lograr así la imperfección, que es siempre una obra humana.
Una revolución en un vaso de agua, porque ese libro, editado entonces por la Imprenta Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México, con una modesta tirada, era un libro para iniciados. Igual que Borges, Monterroso pasó de ser un escritor para escritores, a ser un escritor para lectores. No soy un escritor para las masas, prevenía Rubén Darío, pero indefectiblemente iré a dar a ellas. El rigor, ya se ve, es un buen camino cuesta arriba.
Lubviana, Eslovenia, mayo 2014
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