Mario Benedetti, inolvidable poeta y amigo, vivía en Montevideo en la calle Zelmar Michilini, que se llama así en homenaje al dirigente político íntimo amigo suyo, secuestrado y asesinado en 1976 en Buenos Aires, donde se hallaba exiliado, por cuenta de la dictadura uruguaya, una de esas complicidades tan corrientes para entonces entre los gorilas del cono sur con grados de almirantes y generales. Uno ve ahora como una fantasía que Uruguay, la Suiza de América, hubiera tenido una tiranía militar, pero así fue.
Desde su casa caminábamos una cuadra hasta su restaurante preferido, el San Rafael, un modesto local de camareros cordiales y pulcros donde todo el mundo lo conocía; empleados y clientes lo saludaban de lejos con respeto, sin perturbarlo. El poeta que colmaba los auditorios de jóvenes que querían escuchar sus poemas, en Madrid, en México, en Santiago. Nos sentábamos al lado de una ventana, ordenábamos milanesas, una conversación apacible y a veces agitada. ¿Y Nicaragua?, insistía Mario, como si algo vivo y querido se le hubiera escapado de las manos para siempre.
Yo estaba en Montevideo en agosto de 2005 para presentar mi novela Mil y una muertes en la Biblioteca Nacional, e invitado por Hortensia Campanella, mi amiga de años y su biógrafa, para dictar un taller literario en el Centro Cultural Español que ella dirigía, una antigua ferretería transformada en casa de la cultura, la ferretería más hermosa del mundo. Y Nicaragua, otra vez, seguía sobre la mesa entre los platos, las copas y los vasos del San Rafael, ¿y Nicaragua?, ¿qué pasó, cómo es posible?, perdidos los dos entre nostalgias sobre lo que pudo haber sido y no fue.
Y aquella vez en noviembre de 1998 en Madrid, con Juan Cruz, director de Alfaguara, en el taxi para recoger a la carrera a Mario en la puerta de su casa en la calle Ramos Carrión del barrio Prosperidad, el barrio de los uruguayos eminentes: allí había vivido Juan Carlos Onetti en la Avenida de América. Ya estaba Mario esperándonos, con la gabardina doblada sobre el brazo, íbamos rumbo a la presentación de mis Cuentos Completos que él había prologado, subió al asiento delantero, y apenas el taxi arrancó volvió la cabeza: ¿y Nicaragua?, entre los resoplidos de su asma que no le daba tregua.
Y otra noche de agosto del mismo 2005 en Montevideo, qué se le va a hacer, repetía Mario, su hermano Raúl al volante, él al lado, Tulita mi mujer y yo en el asiento trasero, mientras regresábamos pasada la medianoche de una cena larga y cordial en el piso de Hortensia en Pocitos, Eduardo Galeano y Elena su mujer también presentes, qué se le va a hacer, cómo teje y enreda el destino sus marañas, la esposa de Raúl con Alzheimer internada en un sanatorio, y Luz, la esposa de Mario, igual con Alzheimer en otro sanatorio.
Luz, sin la que Mario, el gran poeta de los jóvenes amantes, tan popular como un cantante pop, no podía vivir. Tantos años juntos, repetía, y ahora aquel olvidarse de nombres y de cosas, al principio tan lento como una marea que empieza a lamer el borde de las cosas y luego las inunda sin remedio, si se olvidaba donde había dejado algo convertían en un juego el buscarlo, pero luego ya el agua llegaba a la rodilla y era demasiado, contaba Mario mientras íbamos en el auto, y Raúl, sin apartar la mirada del parabrisas, aferrado al volante como si en conducir por las calles desiertas le fuera la vida: me resistía al consejo del médico de que ella mejor estaría en un sanatorio, hasta que una vez empezó a cortar toda la ropa en el closet con unas tijeras. Entonces, no hubo más remedio que el sanatorio. Los sanatorios.
El destino repartía equitativamente la carga entre los dos hermanos por parejo. Nos dejaron en la puerta del hotel y el auto se perdió a la vuelta de la esquina. Qué se le va a hacer. Pero ahora Mario es su poesía, que los jóvenes amantes siguen sabiendo de memoria.
Bogotá, julio 2014
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