En su Epístola a Juana Lugones, Rubén Darío recuerda con sabrosa nostalgia en estos versos su vida de sibarita errante por el mundo: ¡Y he vivido tan mal, y tan bien, cómo y tánto!/ ¡Y tan buen comedor guardo bajo mi manto!/ ¡Y tan buen bebedor tengo bajo mi capa!/¡Y he gustado bocados de cardenal y papa!...
Y ya de regreso a Nicaragua para morir, en uno de sus últimas entrevistas, concedida al periodista Francisco Huezo en diciembre de 1915, dice: “En ocasiones he gozado tanto como tal vez no lo han logrado los millonarios de mi tierra. He comido como príncipe, he vestido con mucho lujo, he tenido historias en el mundo de las supremas elegancias. Me he relacionado con los más altos personajes. He sentido con frecuencia el aletazo de la gloria. He derrochado dinero, que gané en abundancia. ¿Qué me queda por desear? Nada. ¡Que venga la muerte!”.
Al recordar él mismo que gustó bocados de cardenal y papa, vamos de cabeza a la famosa, errónea y ya manida frase bocatto di cardinale, puesto que en italiano bocado es boccone, y no bocatto, palabra inventada; pero que, de todas maneras, evoca lo más delicado y exquisito que alguien puede llevarse a la boca.
Y en el imaginario popular de las cocinas existe también el bocado del Papa, que aún sobrevive en Nicaragua, un manjar de arroz, de color rosado, que se recubre con torta de mantequilla, y se sirve o vende en rebanadas, como se vendía en las calles de León cuando Rubén era niño, cuando también debió conocer los suculentos buñuelos de piedra y buñuelos de viento de los días de difuntos.
Y existe el Pio Nono andaluz, parientes ambos allende los mares, un irresistible bizcocho cubierto con una crujiente capa de crema, del que da referencia Leopoldo Alas (Clarín) en la novela La Regenta, denominado así en homenaje al papa decimonónico Giovanni Maria Mastai Ferretti.
No pocos historiadores del arte de los fogones suponen que semejantes delicadezas, bautizadas de tal manera, salieron de las cocina de los conventos donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos de mejillas carnosas y sonrosadas, con lo que se conformaban, ya que no podían sentar siempre en sus mesas a los cardenales del sacro colegio, y jamás ni nunca al Papa, tan lejano en Roma; es lo que ocurriría con la cocina poblana en México, en cuya creación metieron sus sabias manos las monjas de clausura.
Y aún se lleva a la mesa, también en Nicaragua, tras los almuerzos suculentos de domingo, el Pío Quinto, hecho con marquesote -torta de maíz remojada en miel y aguardiente- bañado de atolillo de maicena y huevos, y adornado con uvas y ciruelas pasas; un homenaje, también sin duda conventual, al papa Antonio Michele Ghiselieri, Pío V, que fue fraile dominico y comisario General de la Inquisición Romana antes de subir al trono de San Pedro, y elevado a los altares por Clemente XI en 1712.
El cocinero personal de Pío V fue Bartolomeo Scappi, autor del tratado culinario Arte del cuscinare, y quien llevaba a la mesa pontifical platos tan refinados como lenguas fritas de aves, erizos de mar al horno, y tortillas de huevo revueltas con sangre de cerdo. Es explicable entonces que la fama de sibarita de aquel Pontífice haya traspasado los mares para heredar su nombre a una torta nicaragüense, tan memorable a nuestro paladar. Hoy en día, sería difícil que el austero papa Francisco, que comparte su sencilla mesa en el albergue de Santa Marta con curas y seglares, heredara a la posteridad platos con su nombre.
Cuando Rubén dice que se ha dado todos los gustos, y ya puede venir la muerte, no puedo olvidar que en Nicaragua, cuando un plato desborda toda medida de lo exquisito, se le alaba diciendo: “¡Está de muerte!”. Y si no es suficiente la alabanza, se dice entonces: “¡Está de muerte lenta!” Lo mismo que un orgasmo.
Masatepe, enero 2015
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