Llegué a Madrid luego de la última de las presentaciones de Los cuentos de la peste en el Teatro Español, y me lo perdí; pero la circunstancia de que Mario Vargas Llosa hubiera puesto en cartelera a Boccaccio, me provocó a una relectura completa de las cien piezas de que consta El Decamerón.
Entre ocho de los cuentos que Mario eligió, hay uno que nunca olvidé, y al que he vuelto ahora con repetida fascinación: la octava novella de la quinta jornada, Nastagio de los Onesti. Nastagio, un amante despechado, presencia un viernes en un claro del bosque cómo el fantasma de Guido de los Anastagi, llevado al suicidio por el amor de una mujer, ya muerta también, la persigue una y otra vez a caballo, por delante sus perros de presa, y la termina atravesando de parte a parte con el estoque sólo para que vuelva a resucitar, y vuelva a ser asesinada cada viernes.
Botticelli tomó el tema para su retablo El infierno de los amantes crueles, donde el cuento se representa en cuatro episodios. Los tres primeros pueden verse en el Museo del Prado, y el segundo de ellos recoge la parte más estremecedora del relato: Nastagio ha invitado para el viernes siguiente a un banquete campestre en el mismo claro del bosque, asegurándose de que su amada esté presente entre los comensales. La mujer, acosada por los perros, aparece puntualmente de nuevo, detrás de ella su perseguidor a caballo.
Aquella que hasta entonces había desdeñado a Nastagio, aprende la lección de tal manera, dice Boccaccio, "que su odio se trocó en amor, y al anochecer envió a una sirvienta de su confianza a suplicar a Nastagio que acudiera esa noche a su casa porque estaba dispuesta a hacer cuanto el deseara". El odio, más bien, se había trocado en miedo.
En El Decamerón, sin embargo, donde los cuentos componen un fresco del siglo catorce, en los albores del renacimiento, los risibles superan holgadamente en número a los dramáticos, porque Boccaccio los concibió en contrapunto a los rigores de la peste bubónica que asoló Florencia en 1348, la cual dejó más de cuarenta mil muertos y provocó un éxodo masivo de la ciudad.
Diez jóvenes amigos, graciosos e inteligentes, siete mujeres y tres varones, deciden huir de la ciudad para refugiarse en la campiña, y son quienes contarán los cien cuentos, una ronda de diez cada tarde a lo largo de diez días. "Estos no serán vencidos por la muerte, o les matará en pleno contentamiento", anota el narrador. Son Scherezada hablando por diez bocas.
Como en el caso de Las mil y una noches y Los Cuentos de Canterbury, las historias se construyen a partir de la tradición oral, abundante en salidas ingeniosas, situaciones comprometidas y tramas duales; y Boccaccio no desdeña tampoco los chistes de salón.
El blanco de no pocos de sus cuentos son los frailes y las monjas de clausura. De esta graciosa insolencia nacen, para los siglos venideros, las historias de conventos, y las de casadas infieles y viudas casquivanas, celestinas y cornudos.
Mis personajes favoritos de El Decamerón siguen siendo Bruno, Buffalmaco y Calandrino. Gracias a su falta de luces, Calandrino es víctima constante de las burlas y artimañas de los otros dos, pícaros redomados que en una de tantas llegan a convencerlo de que encuentra preñado y va a tener un hijo. Los bribones ingeniosos resucitarán siglos más tarde en la narrativa picaresca del siglo de oro.
La fortuna juega siempre con dedos cargados, ya sea de risa o de espanto, nos enseña Boccaccio, por su boca o por boca de sus personajes. "La fortuna que no nos sale al encuentro con rostro afable y los brazos abiertos más que una vez", razona un criado dispuesto a seducir a su dueña. La esquiva fortuna que viene a ser la aliada más confiable de los que no tienen nada.
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