Isaac Bashevis Singer, premio Nobel de Literatura, decía que el oficio de escritor se alimenta de una necesidad: la necesidad apremiante de comunicar a otros lo que uno cree extraordinario, digno de ser contado, y que considera singular bajo la convicción de que nadie más antes ha abordado ese tema desde un punto de vista propio y personal. Es lo mismo para el periodista. Esa necesidad, que se convierte en urgencia, hace al escritor e igualmente hace al periodista.
La necesidad que guía al escritor consta de los mismos elementos de aquella que guía al periodista, siendo ambos oficios gemelos: deseo de indagar, curiosidad inagotable, capacidad de observación, habilidad para registrar los detalles; precisión creativa en el uso del idioma, disciplina, deseo de aprender, y el vicio inagotable de la lectura. No se aprende a escribir sino leyendo.
Pero el periodismo, igual que la narrativa de imaginación, lo que hace es contar historias que sean capaces de atrapar al lector. Y si esas historias tienen calidad literaria, las aguas de una y otra corriente se juntan para que la crónica se convierta en un verdadero género, y trascienda a la muerte diaria del periódico. Hoy asistimos a un florecimiento de la crónica como no se veía desde los tiempos del modernismo al despuntar el siglo veinte.
Este siglo veintiuno tiene una creciente necesidad del ejercicio de la libertad de palabra, frente a los proyectos de sociedad autoritaria que pretenden limitarla o someterla a regulaciones odiosas que oscurecen el panorama de la democracia; y el ejercicio de la libertad ciudadana comienza por el ejercicio de la libertad de información, sin restricciones ni mamparas.
Y esta es hoy tarea de los jóvenes, hacer un periodismo creativo, de garra y de calidad. Todo un desafío en un continente donde la libertad de informar y opinar se halla en riesgo, en la medida que no se ajusta a parámetros ideológicos excluyentes, y se resiste a reducirse a una calidad oficial; una amenaza tiene que ver no sólo con lo que se escribe y se dice en los medios tradicionales, sino, sobre todo, en los nuevos, los que pertenecen al cada vez más creciente y diverso mundo digital, cuyas posibilidades se multiplican cada día.
Cuando el poder político no depende del consenso democrático, ni respeta las reglas de juego institucionales, ve una amenaza en la extensión cada vez más desafiante de los medios electrónicos. Una verdadera pesadilla palaciega. En los palacios de gobierno, aquellos donde la tolerancia no existe, el sueño dorado son las cadenas de radio y televisión, que pretenden también encadenar a las redes sociales, para que se escuche una sola voz, la de la propaganda oficial.
Por eso los intentos de regulación a través de leyes y decretos, o medidas de fuerza, que buscan quitar de en medio la multitud de palabras libres que circulan en el espacio cibernético, allí, precisamente, donde las posibilidades de libertad se vuelven infinitas como La ética del periodismo comienza por no callarse, por ir al fondo de las cosas, no importa los riesgos que trae consigo desnudar las verdades y perseguir lo que el poder quiere siempre que permanezca oculto. Desafiar el silencio. Levantar piedras. "Mi tarea es levantar piedras, no es mi culpa si debajo lo que encuentro son monstruos", decía José Saramago. Los periodistas son cazadores de monstruos.
Monstruos de toda catadura, pelaje y tamaño. Sangrientos tigres del mal, como cantaba Rubén Darío. Hoy en día, el poder político arbitrario que busca silenciar a los periodistas, y que niega la democracia, tiene su par en el poder subterráneo del crimen organizado que dinamita redacciones y asesina corresponsales y reporteros en Honduras, Guatemala, Colombia o México, y que desafía al estado para establecerle un poder paralelo, o busca debilitarlo, corrompiéndolo.
Quedan aún muchas piedras que levantar.
Lima, septiembre 2015
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