La vida de Fernando Cardenal es un fenómeno singular, del que no encuentro otros ejemplos en América Latina, guía espirituales de los jóvenes de una generación que primero se bajaron de sus camas para dormir en el duro suelo, y dar así testimonio de su compromiso con los más pobres. Luego muchos de ellos se fueron a vivir a las barriadas, en comunión con aquellos de quienes querían la liberación, y por último tomaron el fusil al lado de los humildes para derrotar a una dictadura sanguinaria.
Fernando había hecho su opción por los pobres desde mucho antes, desde los tiempos en que terminaba de hacerse jesuita en Colombia, y se trató de una conversión en los hechos, más que en las propuestas teóricas, ante la visión de las injusticias y las amarguras de la pobreza en los cinturones de miseria de Medellín; un cristianismo más que de catecismo, de vivencias personales.
Una renuncia tras otra en su vida, al mundo y sus atractivos, a los noviazgos, a formar una familia. Renuncias asumidas con la sinceridad, la entrega y el candor que harían posibles sus otros compromisos del futuro, porque la vida de Fernando no puede verse sino desde la integridad de sus sentimientos y sus convicciones, y de sus acciones como consecuencia de esos mismos sentimientos y convicciones, que forman un denso tejido ético, en unidad indisoluble.
Un solo Fernando, como lo conocí siempre, implacable a la hora de reclamar cuentas de la congruencia que debe haber entre las palabras y los hechos, desde una posición de desapego por todo cebo mundano que pusiera en riesgo la esencia de su cristianismo verdadero, vanidad o riqueza, soberbia o hipocresía, congruencia que se halla en la esencia de su compromiso.
Un compromiso desde su fe cristiana. Nada más duro pudo haber para él que el alejamiento forzado de la comunidad jesuita que tuvo que sufrir, consecuencia del compromiso que su fe misma le dictaba, porque su identidad estuvo siempre en la vida religiosa, fuera de la cual no podía reconocerse a sí mismo. Y al regresar a esa comunidad, cuando por fin fueron levantadas las sanciones en su contra, recuperó su estado de gracia.
No creo que hubiera existido otra persona mejor a quien confiarle la tarea de dirigir la Cruzada Nacional de Alfabetización. Fue su gran obra personal. Tuvo un equipo excelente alrededor suyo, pero él era dueño de la iluminación, una obra de amor para la que se había preparado toda su vida. Fe, convicción, compromiso, solidaridad, entrega, son términos que no se resuelven sin ese otro concepto que en él los dominó a todos, que es el del amor.
Y fue bajo esa premisa del amor, vivido desde su identidad cristiana, de sacerdote y de hombre de su tiempo, que Fernando ejerció una influencia ejemplar sobre sucesivas generaciones de jóvenes nicaragüenses, desde los albores de la lucha contra la dictadura con la toma de los templos, contribuyendo a fijar el sentido ético y hondamente humanista de aquella forja de conciencias juveniles, hasta la lucha armada, que fue obra también de jóvenes que renunciaban a todo, aún a la vida; y de allí hasta la cruzada, cuando los alfabetizadores se fueron a enseñar a leer y a escribir a los más recónditos lugares de Nicaragua, también como un acto de amor, que no es otra cosa que la entrega personal a los demás.
Y nadie mejor que Fernando para enseñar esa lección de entrega total a los demás, porque su vida misma fue desde el principio una vida para el amor.
Masatepe, marzo 2016
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