En la bulliciosa explanada que se extiende al lado del Támesis, muy cerca de las puertas de la Galería Tate, de donde vengo de ver la estupenda exposición retrospectiva del inmenso pintor cubano Wifredo Lam, me encuentro con el poeta de alquiler, tal como reza el cartel que lo acompaña: poet for hire.
Situado cerca del muro que limita con el río, enfrente tiene su máquina de escribir portátil, de esas que casi no se ven ahora, en tiempos de laptops y tabletas, asentada sobre una frágil mesita de tijera. Como es propio de este oficio de ofrecerse a pleno sol para escribir poesías a quien pague por ella, es necesario esperar. Nadie hace cola frente a un poeta anónimo para que le escriban un poema, ni tampoco en las librerías hoy día para comprar libros de poemas. Me siento sobre el muro, en espera de que ocurra el milagro, y no tarda.
Una mujer rubia de mediana edad, y algo melancólica, aunque su vestido colorido contradiga su tristeza, se acerca para hacerle un encargo, que puede ser el primero de toda la mañana. Convienen el tema, y seguramente el pago. No sé de qué se trata la poesía contratada, pues la mujer habla con el pudor que tienen todas las confesiones y por tanto su voz es demasiado baja, y frustra mi curiosidad.
El poeta mete con toda solemnidad la hoja de papel en el carro de la máquina, y empieza su tarea. Lo primero que uno puede sospechar es que ella se ha acercado para pedir que le escriba algún poema de amor. Hay quizás de por medio un romance fallido, o no correspondido, una ausencia, un desengaño, uno que se fue con otra y no volvió más. A lo mejor le pedirá que regrese, que siempre hay un lugar para él en su vida. Una solicitud así puede resolverse en tres o cuatro cuartetos. Una queja de amor que no busca la reconciliación sería aún más breve.
También puede tratarse de algo menos tormentoso, un poema de cumpleaños, un saludo de onomástico en verso para algún ser querido; los sonetos son un arma adecuada para esos temas. Pero es lo menos probable. A fin de satisfacer esos menesteres basta hoy en día con entrar en una tienda de tarjetas donde la variedad de modelos llena cualquier necesidad.
¿Y por qué no algún epitafio para ser inscrito en la lápida de una tumba? Todas las posibilidades están abiertas; y el caso es que mientras el poeta comienza a teclear en su máquina, yo lo vigilo a prudente distancia, conforme hacen siempre los curiosos para ocultar su propia impertinencia. Y así veo que sólo ha escrito un verso corto, de pocas palabras. Y nada más por el momento.
Él examina atentamente la página apenas empezada, y su mirada de preocupación, mientras sus dedos nerviosos se mueven cerca de las teclas pero sin tocarlas, buscando en su mente las palabras que por el momento no fluyen, refleja el drama de todo aquel que escribe, sea o no poeta de ocasión. La famosa página en blanco, que aturde con su color, que es el color de la nada. Tampoco escribir por encargo es fácil.
Veo entonces que es el momento de irme, pues entre la curiosidad y el respeto a la inspiración ajena, escojo el respeto, por mucho que me pese. Diosa esquiva, ángel remoroso, la inspiración castiga con su ausencia a quien le invoca, se halle uno a pleno sol, entre paseantes que pasan en oleadas, o en la soledad del cuarto de escribir. Y hasta el momento no parece con ganas de bajar sobre la cabeza del colega de oficio.
Pero apenas he dado unos pocos pasos cuando escucho el rápido tecleo de la máquina. La diosa ha hecho lo de siempre, bajar cuando menos se la espera, que es decir, cuando más se la espera. La clienta no osa asomarse a espaldas del poeta para ver lo que está resultando. Eso no se debe hacer nunca. Se paga por el trabajo terminado.
Londres, octubre 2016
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