Cuando en años venideros se fije la historia de estos días decisivos que Nicaragua está viviendo, el papel de la iglesia católica, de sus obispos y sacerdotes, deberá ser recordado como trascendental. No pocas veces, cuando se decide el destino de los pueblos, el poder moral pesa mucho más que el poder político, sobre todo cuando ese poder armado, que se coloca la máscara de la muerte, quiere avasallar por medio de la represión, en escarnio de los derechos humanos.
Los obispos aceptaron el papel de mediadores y testigos de un diálogo nacional cercado desde el principio por el riesgo del fracaso. Porque refugiado dentro de una burbuja a prueba de realidad y de verdades, el régimen nunca ha estado dispuesto a aceptar que desde el comienzo de las masacres el país cambió, y cambió para siempre, tal como los mismos obispos han expresado.
Mediadores, que no es un papel inocente, y testigos que no pueden cerrar los ojos y ser complacientes con el poder, dejando de proponer lo que Nicaragua quiere y necesita, “alcanzar la tan deseada democratización del país y, por tanto, es nuestro sagrado deber pronunciar la Palabra Verdadera que nos haga libres”, como ellos mismos han declarado.
Es lo que proclama Jesús, según el evangelio de Juan: “la verdad os hará libres”. Nos hará libres. Lo cual significa, al contrario, que la mentira nos hace esclavos. Mediar no es ser neutrales, y testificar no es voltear a mirar hacia el otro lado, cuando el poder dispara a matar a un pueblo “que atraviesa una de las peores crisis de su historia tras la cruda represión por parte del gobierno que trata de evadir su responsabilidad como principal actor de las diversas agresiones”.
Por todo eso, denuncia la Conferencia Episcopal, son amenazados de muerte los obispos, lo mismo que los sacerdotes que con valentía inusitada salean a las calles alzando las manos para detener la lluvia de balas disparadas contra jóvenes desarmados, arriesgando así sus propias vidas. Al desafiar la violencia, y tratar de detenerla, se vuelven enemigos de esa violencia, y por tanto del poder que la ordena y la propicia, y que en la demanda de paz de esos sacerdotes no ve sino un acto de subversión.
Las imágenes de los sacerdotes en medio de los disparos de las armas de fuego, en plena calle, hablan por sí mismas, como la del obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, encabezando una procesión en las calles de Sébaco para detener la agresión de policías y paramilitares. Ya lo habíamos visto en octubre de 2015 en la primera fila de la multitud de pobladores de Rancho Grande, en protesta contra la explotación minera que destruiría el ambiente, y fue gracias a esa movilización masiva que el proyecto fue detenido.
Cuando la Conferencia Episcopal denuncia la campaña de descrédito y amenazas de muerte de que son víctimas obispos y sacerdotes, señala que está dirigida principalmente contra monseñor Silvio José Báez, obispo auxiliar de Managua, culpable ante los ojos del poder de no callarse. Un poder que no sabe nada de la cultura del diálogo.
Para monseñor Báez, siempre lúcido y certero, no hay silencio profético. Solo la palabra puede ser profética, y quienes “quieren perpetuarse en el poder”, se dan por ofendidos, y orquestan toda una campaña de intimidación “a través de periodistas y medios de comunicación oficialistas y cuentas anónimas en redes sociales como Facebook y Twitter”. Toda una fábrica de amenazas y mentiras funcionando a todo vapor, sin escrúpulos ni moral.
Al fin y al cabo, y así habrá de ser recordada en años venideros, esta rebelión pacífica, ejemplar en nuestra historia, está marcada por la ética: la de los jóvenes que provocaron el estallido moral en abril, y crearon este país nuevo que quienes aún detentan el poder no reconocen, porque son ajenos a él; y la de los obispos y sacerdotes armados con la verdad de la palabra profética.
La verdad ética que nos hará libres.
Masatepe, junio 2018
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