Todavía se les cuentan cuentos a los niños, o sólo llegan a su memoria las historias que ven en las pantallas de los teléfonos y de las tabletas, y en la televisión? ¿Cómo se mueve hoy en día la imaginación de un niño? ¿De qué dependen sus propias invenciones?
¿La palabra escrita dejará pronto de tener algún papel en la formación de las imágenes que pasan por una cabeza infantil? Imaginar las palabras, lo que nos dicen al descifrarlas y convertirlas en imaginación propia es una operación que aprendemos desde la niñez. ¿Se está ya empezando a extinguir?
Mi amigo el escritor mexicano Gonzalo Celorio, me contaba hace poco que vio a su nieto de tres años acercarse a una pecera, y cómo con movimientos del pulgar y el índice puestos contra el vidrio trataba de agrandar la imagen del pececito que nadaba detrás, creyendo que se trataba de una imagen virtual.
O es que a esa edad tan temprana ya no hay distinción entre lo real y lo virtual? De alguna manera los genes han cambiado, y ya desde que se nace vienen listos los dispositivos mentales para entender el mundo de manera distinta, hasta que lo virtual termine un día tragándose a lo real.
Me llegó un video que muestra el plan de los maestros de primaria de una escuela de Ahuachapán en El Salvador, para resucitar los viejos juegos infantiles manuales, que no dependen ni de una pantalla ni de los pulgares: patinetas, chibolas de vidrio, trompos, carretillas a la hora del recreo. Es como entrar en el túnel del tiempo.
¿Puede un esfuerzo así derrotar el alud tecnológico que todo lo arrastra? En el video los niños, posesionados del patio de la escuela, interactúan riendo, se comunican con entusiasmo, disputan sobre vencedores y vencidos, compiten entre ellos de manera real, no en las pantallas.
Y esto del dilema de la comunicación entre seres humanos capaces de reconocerse como personas de carne y hueso, disputar o reírse, va no sólo con los niños, sino también con los adultos. Hace poco, en un restaurante, fui testigo de una escena que me perturbó, aunque sea hoy tan común que suele pasar desapercibida:
Una pareja de jóvenes casados entró y ocupó una mesa para dos. Apenas se sentaron cada uno sacó su teléfono, e hipnotizados frente a las pantallas empezaron a chatear sin hablarse nunca ni mirarse nunca, como si fueran habitantes de otros planeta, o sólo les interesara relacionarse con gente de otro planeta.
Se me ocurrió que a lo mejor estaban comunicándose entre ellos mismos, enviándose mensajes en los que hablaban de sus problemas familiares, de sus recuerdos, de sus añoranzas, de sus aspiraciones como pareja, del futuro, de los hijos por venir. Y para eso, en lugar de las palabras frente a frente, empleaban los pulgares. Tan distraídos en su empeño que no se acordaron de pedir el menú, ni de que les trajeran alguna bebida.
Pero esta puede ser una fantasía mía muy benévola. La otra posibilidad, y quizás la más cierta, es que no se estaban comunicando entre ellos, y a lo mejor nunca lo hacen, dejaron de hacerlo hace tiempo. Son seres extraños entre sí que han creado entre ambos una barrera insalvable con el rápido movimiento de los pulgares, ciegos el uno para el otro, hipnotizados ante la luz de las pantallas de los teléfonos, ventanas brillantes que les dan acceso a mundo lejanos y ajenos ―la palabra enajenado viene de ajeno―, viviendo en compartimentos cercanos pero herméticos, cajones vecinos pero sin fisuras.
Quizás este sea otro nombre para la soledad, la compañía sin palabras, la vida familiar de los pulgares, la pareja que ya no se mira a los ojos porque la pantalla es el sustituto de las miradas mutuas, de las palabras mutuas, de lo que pronto a lo mejor ya no tendrá remedio, que es el silencio.
Madrid, noviembre 2018
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