Todo eso de comer, compartir, celebrar, son cosas que deben hacerse desde un asiento. De allí la palabra banquete. Banquete o banqueta. Y la misma palabra pasa de designar el lugar donde el comensal se sienta, a incluir todo lo que tiene que ver con la celebración, a los comensales, al anfitrión, la mesa donde se colocan platos, cubiertos, vasos, copas, al mantel que cubre la mesa, a quienes la sirven, y, por supuesto, cubre las viandas y bebidas, en lo que supone una gran comilona celebratoria de nacimientos, bautizos, cumpleaños, bodas, ocasiones políticas, festejos de premio y otras distinciones, y así mismo están los banquetes funerales.
La palabra simposio antecede a banquete con el mismo sentido. El banquete de Platón es un simposio, y no significa, como entendemos ahora, una aburrida y abstemia reunión académica donde se discute entre especialistas una determinada materia, sino un cónclave de bebedores. Un simposio se daba entre quienes buscaban saciar su sed de saber, y al mismo tiempo su sed de vino.
El banquete memorable no lo dio Platón, sino el dramaturgo Agatón para celebrar un triunfo en el teatro en las fiestas en honor de Dioniso Leneo, el dios del vino y los excesos. Todos los convidados de esa vez eran tenidos por educados, no en el sentido de las buenas maneras de trato y de mesa, sino en el de personas instruidas que se reunían a filosofar. En esa ocasión el tema de sus debates fue el del amor. ¿Qué mejor? Personas eminentes, nada menos que Sócrates entre ellos, el propio Platón, y Aristófanes, que era célebre autor de comedias. Pero no por eso de la sabia conversación dejaban de comer y de beber, como debe ser.
Si sólo de buenas maneras se tratara, quedarían excluidos entre los educados los centauros. Que tampoco eran ningunos ignorantes. Uno de ellos, Quirón, fue maestro nada menos que de Aquiles, el héroe de La Ilíada, y de Esculapio, padre de la medicina. Pero eran ruidosos y alborotadores en los banquetes a los que ya nadie quería invitarlos, pues terminaban arruinando la fiesta. Imagínenlos ya borrachos alborotando con sus cascos, celebrando obscenidades, y vomitando sobre las mesas.
Lo dice Carlos Martínez Rivas: Ya borrachos/tiraban de los manteles con los dientes/rompiendo la vajilla;/ meando gruesas chorros de sidra. /Charcos y baldadas de aserrín sobre el jaspe. /Cortinas desgajadas.
Peor que eso ocurrió en la boda de Piritoo, rey de los lapitas, en Tesalia, con la muy bella Deidamia. Los centauros eran parientes lejanos de Piritoo quien, aunque conocía sus modales, parece que temía desairarlos, o fue por simple cortesía que los invitó a su casamiento, con la consecuencia horrenda de que ya ebrios empezaron con sus desmanes. Quisieron violar a la propia novia en pleno banquete y raptar en ancas a las invitadas, fueran doncellas o casadas, viejas o jóvenes. Hubo muertos y heridos en la trifulca, y derrotados los centauros, los expulsaron del reino, con prohibición de volver.
Tampoco cabrían en este concepto de bebedores bien educados los borrachos del cuadro de Velásquez, que en el cuadro rodean a Baco, que es el mismo Dioniso fiestero, y presencian cómo el dios corona a un desconocido con hojas de pámpano. Son peones, labriegos, menestrales, a lo mejor mendigos, para nada agresivos como los centauros, pero sus modales en la mesa elegante de un banquete, puestos a manejar cubiertos de plata, dejarían mucho que desear.
En la pintura se muestran alegres y despreocupados, cada uno en su embriaguez, en esa estación de la borrachera en donde el mundo se vuelve feliz, y no es sino felicidad lo que todos ellos traslucen, sin extrañarles para nada la epifanía que están viviendo, nada menos que el encuentro con el dios al que se encomiendan cada vez que empinan el codo.
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