Conocí muy de cerca a don Patricio Aylwin (1918-2016), cuando me tocó integrar en 1994 la Comisión Latinoamericana y del Caribe sobre el Desarrollo Social, que él presidió, y que elaboró un informe para la Cumbre de las Naciones Unidas celebrada en Copenhague el año siguiente.
Hace poco, revolviendo cosas y papeles, me hallé un casete de esos que ya cuesta reproducir, donde está grabada la función del jueves santo de 1952 en la iglesia parroquial de Masatepe. La hizo Remigio Sánchez, casado con mi prima María Josefa Ramírez. Tenía una grabadora Philips de carretes, toda una novedad entonces, y es su voz la que se escucha por lo bajo, anunciando que la iglesia está llena a reventar, y que la orquesta Ramírez, cuya celebridad lamenta que no sea tanta como debería, va a comenzar a tocar.
Cada vez creo más en la bondad de los libros de memorias como una manera de reconstruir no solo la vida vivida, sino también el entorno social que nos toca en suerte, y la historia de nuestro propio tiempo; una historia que nos cambia, lo mismo que nosotros la cambiamos a ella. Es la mejor manera de contar, a sabiendas de que los recuerdos relatados se erigen dentro de nosotros con una encantadora imprecisión imaginativa, porque la imaginación suele llenar los huecos de la memoria.
Con motivo de los acuerdos entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC, que pondrán fin a una guerra de medio siglo en Colombia, el diario El Tiempo me pidió, junto con otros escritores, escoger un puñado de narraciones que en la historia de la literatura se refieran a la guerra, y a su siempre esquiva contraparte, la paz.
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