El pobre Rubén no se libra del carnaval municipal y espeso, no se libra del folclor ni de la mediocridad. Cada aniversario de su nacimiento es otra muerte suya, y cómo debe maldecir desde allá en el Olimpo cada mes de enero cuando otra vez, como aquella de sus funerales, lo visten y lo desvisten, lo traen y lo llevan, manoseándolo de lo lindo.
Del vocabulario de mi infancia hay palabras que aún me divierten por su significado, aunque no se usen más, o se usen poco, porque ya se sabe que la lengua es cambiante, y mientras inventa vocablos nuevos, manda a otros al botadero de los chunches viejos. Recuerdo, por ejemplo, el término pupuluco.
En el Antiguo Testamento el libro del Levítico establece con toda severidad una lista de animales impuros que de ninguna manera pueden comerse, entre ellos aquellos que se arrastran por el suelo: "comadrejas, ratones y toda clase de reptiles, como salamanquesas, cocodrilos, lagartos, lagartijas y camaleones..."
Hay dos reptiles tan emparentados que llegan a ser confundidos, el garrobo y la iguana, mal afamados por su horrido aspecto, tanto que nunca se comen sin prendas y adornos, recados y salsas que vienen de tiempos precolombinos. Se cuecen o asan primero, luego de pelarlos, pero nunca van desnudos a la mesa, sino revestidos de todas esas galas como si se quisiera ocultar todo rastro de su fealdad.
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